Lily tenía el pelo como la peluca de mis muñecas Pinypon. La misma forma, la misma estructura. Un casco de pelo perfectamente uniforme delimitaba su cara redonda y coronaba su simpática y pequeña figura. A mi se me figuraba como una mezcla de hada-gnomo cada vez que la veía caminar con pasos cortos por la galería del colegio. Era una mujer bajita, con voz tímida y aguda. Recuerdo como me llevaba de la mano desde el patio del jardín de infantes hasta la improvisada biblioteca del aledaño colegio primario (al que luego asistí) para prestarme libros. Como a muchos de los vecinos del barrio, le fascinaba que a los tres años pudiera leer correctamente e interpretar a mis personajes preferidos de los cuentos. Pero esto no hace a la historia que quería contar. Así que, hago un viaje temporal y me voy a mis nueve años, a la biblioteca pública municipal, paseando entre las estanterías. Mi papá, en el mostrador de entrada charlando con ella, Lily, que trabajaba (al igual que en el colegio) de bibliotecaria.
Caminé hacia el mostrador feliz con un libro de mitología romana en la mano. Ella me sonrió y le dijo a mi papá algo que cambiaría mi forma ver la vida para siempre: “Carlita es tan simpática, es un cronopio”.
(y ese fue el principio del fin o el comienzo de un fin o el fin del principio de muchos fines y principios y comienzos sin finales)
Y yo que era una nena que no podía dejar de hacer preguntas, pregunté sobre los cronopios. Lily me contó y así fue como terminé llevándome a mi casa el libro de mitología romana y el libro de los cronopios y los famas. Los leí a los dos y volví a la biblioteca llena de nuevas preguntas, no sobre mitología (ese era un tema fácil) sino sobre esas cosas que Lily afirmaba que se parecían a mi.
“¿Quién más es cronopio? ¿Cuántos cronopios hay en Balcarce?”… ella se reía ante mis tribulaciones y con una voz leve y para salir del paso (según entiendo hoy desde mi triste adultez) me dijo que no había muchos cronopios y que eran difíciles de encontrar. Yo seguía confundida y un poco atormentada por hecho de que quizás yo era el único cronopio en la ciudad. Eso era algo terrible. Me prestó el libro una semana más y yo me fui a mi casa a hacer lo único que podía hacer ante mi evidente cronopiedad y la falta de otros cronopios a mi alrededor. Una media verde manzana, botones, bordado y estuvo listo: mi nuevo amigo Cronopio.
Linda amistad la nuestra. Le presenté a mis amigos de peluche, le conté varias historias, paseamos en bicicleta, dimos varias vueltas en el camión con mi abuelo… hasta lo mordió mi perra y mi mamá me lo lavó con jabón en pan.
Yo estaba orgullosa de mi Cronopio. Por eso, lo llevé conmigo a la clase de literatura (a la escuela de arte a la cual me mandaban como complemento de la escuela “normal” para que no me aburra). Había que llevar un muñeco y representar en el escenario de títeres una historia. Felices asistimos mi Cronopio y yo y deleitamos al público con nuestras andanzas. No se si fue un ataque de ansiedad o de emoción, pero me separé de mi amigo y lo guardé en mi caja de útiles para irme al recreo a intercambiar papeles de carta con otras nenas.
Eso fue todo. Volví y no estaba donde lo había dejado. Hoy sé que quizás alguna nena me lo sacó, porque a decir verdad (modestia aparte) era muy bonito. Pero eso lo pienso de grande, con varios años encima e inocencias perdidas. En ese momento, no. En ese momento, lo busqué sin cansarme, sin desilusionarme. Lo llamé, lo pensé, lo soñé. En el fondo de mi corazón sabía que lo había traicionado. Lo había encerrado. Había encerrado a un cronopio en una caja (grave error). Lo dí por perdido. Me quedó la esperanza. La búsqueda se convirtió en espera de esa criatura que andaba suelta por el infinito y que era la única que me comprendía. En el fondo de mi corazón de frutillas creía que algún día, ese cronopio, mi Cronopio, aparecería en algún lugar perdido del mundo porque yo lo había creado y sobre todo, porque era mi amigo.
Esta es mi historia con los cronopios.
Casi nada cambió. Las palabras y las ideas no son de nadie, vuelan libres por ahí. Mutan, se ponen complejas, pero uno ve la línea ondulante sin dirección definida que van dibujando para nombrarnos y darnos entidad.
Lily me decía simpática. Ahora me dicen rara.
Carla es una chica rara.
Ya lo sé. Me di cuenta de eso a los nueve años en una biblioteca.
Fue la crónica de una soledad anunciada.
La soledad condensada en una esencia, en un rasgo, en una palabra.
Y esa palabra es cronopio.
Caminé hacia el mostrador feliz con un libro de mitología romana en la mano. Ella me sonrió y le dijo a mi papá algo que cambiaría mi forma ver la vida para siempre: “Carlita es tan simpática, es un cronopio”.
(y ese fue el principio del fin o el comienzo de un fin o el fin del principio de muchos fines y principios y comienzos sin finales)
Y yo que era una nena que no podía dejar de hacer preguntas, pregunté sobre los cronopios. Lily me contó y así fue como terminé llevándome a mi casa el libro de mitología romana y el libro de los cronopios y los famas. Los leí a los dos y volví a la biblioteca llena de nuevas preguntas, no sobre mitología (ese era un tema fácil) sino sobre esas cosas que Lily afirmaba que se parecían a mi.
“¿Quién más es cronopio? ¿Cuántos cronopios hay en Balcarce?”… ella se reía ante mis tribulaciones y con una voz leve y para salir del paso (según entiendo hoy desde mi triste adultez) me dijo que no había muchos cronopios y que eran difíciles de encontrar. Yo seguía confundida y un poco atormentada por hecho de que quizás yo era el único cronopio en la ciudad. Eso era algo terrible. Me prestó el libro una semana más y yo me fui a mi casa a hacer lo único que podía hacer ante mi evidente cronopiedad y la falta de otros cronopios a mi alrededor. Una media verde manzana, botones, bordado y estuvo listo: mi nuevo amigo Cronopio.
Linda amistad la nuestra. Le presenté a mis amigos de peluche, le conté varias historias, paseamos en bicicleta, dimos varias vueltas en el camión con mi abuelo… hasta lo mordió mi perra y mi mamá me lo lavó con jabón en pan.
Yo estaba orgullosa de mi Cronopio. Por eso, lo llevé conmigo a la clase de literatura (a la escuela de arte a la cual me mandaban como complemento de la escuela “normal” para que no me aburra). Había que llevar un muñeco y representar en el escenario de títeres una historia. Felices asistimos mi Cronopio y yo y deleitamos al público con nuestras andanzas. No se si fue un ataque de ansiedad o de emoción, pero me separé de mi amigo y lo guardé en mi caja de útiles para irme al recreo a intercambiar papeles de carta con otras nenas.
Eso fue todo. Volví y no estaba donde lo había dejado. Hoy sé que quizás alguna nena me lo sacó, porque a decir verdad (modestia aparte) era muy bonito. Pero eso lo pienso de grande, con varios años encima e inocencias perdidas. En ese momento, no. En ese momento, lo busqué sin cansarme, sin desilusionarme. Lo llamé, lo pensé, lo soñé. En el fondo de mi corazón sabía que lo había traicionado. Lo había encerrado. Había encerrado a un cronopio en una caja (grave error). Lo dí por perdido. Me quedó la esperanza. La búsqueda se convirtió en espera de esa criatura que andaba suelta por el infinito y que era la única que me comprendía. En el fondo de mi corazón de frutillas creía que algún día, ese cronopio, mi Cronopio, aparecería en algún lugar perdido del mundo porque yo lo había creado y sobre todo, porque era mi amigo.
Esta es mi historia con los cronopios.
Casi nada cambió. Las palabras y las ideas no son de nadie, vuelan libres por ahí. Mutan, se ponen complejas, pero uno ve la línea ondulante sin dirección definida que van dibujando para nombrarnos y darnos entidad.
Lily me decía simpática. Ahora me dicen rara.
Carla es una chica rara.
Ya lo sé. Me di cuenta de eso a los nueve años en una biblioteca.
Fue la crónica de una soledad anunciada.
La soledad condensada en una esencia, en un rasgo, en una palabra.
Y esa palabra es cronopio.
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