Si las reuniones de consorcio representan para mi un espectáculo insoportable que reúne a las personalidades más sobresalientes y quisquillosas del edificio apelmazadas en el palier, paradas y con la espalda aplastada contra la pared (salvo las arcaicas matronas que se sientan en el banquito que ellas mismas trajeron), las reuniones barriales allá en mis pagos, en el sureste de la provincia de Buenos Aires, son la consagración de la charlatanería. Podar los árboles fuera de la época de poda, juntar firmas para echar a los del asentamiento de la calle 40, los autos que circulan en contramano por la calle 38, el robo de bicicletas y el miedo al envenenador de perros, son algunos de los tópicos que desatan irrelevantes conversaciones entre los vecinos de la avenida Uriburu. Que a mi madre le toque ser la anfitriona de ese evento justamente hoy, esta tarde, me cayó como porción gigante de chocotorta después de haber comido dos platos de ñoquis con boloñesa sentada al sol. Hice 480km en colectivo con el único afán de dormir la siesta sin el ruido de fondo de las siete líneas de colectivo que pasan por la avenida Lacroze en mi departamento de Colegiales.
- Andate a dormir a lo de tu abuela – me dijo ella con total liviandad, pero mi primo ya se había reservado ese lugar privilegiado, esa habitación fresca y silenciosa que es el sueño de cualquier siestero en una tarde de verano.
Me acordé de mi tío Daniel. Él vive a una cuadra de mi casa, está casado y tiene dos nenes chiquitos. Sé de buena fuente que todos ellos duermen la siesta y lo mejor es que no tienen perro que pueda llegar a interrumpir mis sueños con sus ladridos. Daniel vive en la casa en la que mi familia y yo solíamos vivir hace ya muchos años. Típica arquitectura italiana, con techos bajos y un patio cubierto de parra. A esa casa le tengo mucho afecto, perteneció a mis bisabuelos y fue donde pasé mis días hasta cumplir los doce años. De haber sido posible, hubiese evitado tener que entrar allí e incomodar quizás con mi presencia a los fantasmas de los recuerdos, pero no quedaba otra opción, ya eran las dos y media de la tarde.
Le toqué el timbre. Sin preguntarme demasiado, me trajo unas sábanas y me dijo que me acostara en el sillón. Silvia y los chicos ya estaban durmiendo, por lo cual procuré no hacer demasiado ruido.
Divagué un poco por los vericuetos de mi mente, ya que es inevitable transitar esos senderos que se bifurcan antes de entrar en la jurisdicción del inconsciente. Las persianas cerradas y el ruido mismo de la nada, un placer provinciano que me llena el alma. Me hice bolita en el sillón y me tapé con la sábana.
Me hacía cosquillas. La sábana se estaba cayendo y me hacía cosquillas en el cuerpo. La agarré para ponerla de vuelta en su lugar y seguí durmiendo. Se volvió a caer. Resignada me incorporé y la acomodé de vuelta, asegurándome esta vez que parte de ella quede debajo de los almohadones del sillón para que no vuelva a caerse. Me recosté para continuar con mi odisea vespertina. Me quedé helada. La sábana se estaba moviendo, lentamente se separaba de mi cuerpo, sentía como se liberaba hilo por hilo de la presión de los almohadones. No me atrevía a mirar, pero ya sentía mi cuerpo descubierto. Me pregunté: ¿Dónde está la sábana?. Boca abajo en el sillón, extendí mi mano hasta tocar el suelo, busqué a tientas la sábana. No estaba. Quería darme vuelta pero no podía, me pesaban mucho las ideas que se iban acumulando en mi lóbulo frontal. Pensé, “ya fue, ¿dónde puede estar una sábana?” y me di vuelta súbitamente. Ahí estaba, levitando sobre mi cabeza sin una forma definida, como una medusa gigante que no deja de moverse. No lo pensé dos veces, me levanté y me fui corriendo, descalza y protegiéndome la cabeza por si se le ocurría caer sobre mi y atraparme dentro de sus filamentos.
No me importaron las miradas estupefactas de los vecinos apilados en el comedor, entré corriendo a mi casa y me encerré en el baño. Mi mamá se acercó a preguntarme que me pasaba, pero no le dije nada. Cuando era chiquita nunca me creyó que en esa casa había duendes a los que les gustaba desordenar las sábanas, decía que era una excusa que yo inventaba para no tender la cama. Si no me creyó antes, ¿por qué habría de hacerlo ahora? Ahora me diría simplemente que estoy loca.
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