lunes, 16 de abril de 2012

El circo de las emociones humanas

Los domingos son enemigos peligrosos
de los contrariados y solitarios.
En una batalla semanal
en el terreno de la pereza y la comodidad,
guerrean la ansiedad,
los comienzos posibles
y la nostalgia
que carcome y entristece


Una noche de domingo, en la sala de un teatro porteño, está sentada una chica de vestido negro y zapatos verdes. Está sola en medio del público disfrutando en secreto cada uno de los gestos que realiza el presentador de un circo de fenómenos. Piensa en lo difícil que debe ser entrenar los músculos del rostro para que puedan convertirse en decodificadores exactos de los sentimientos. Termina la función y termina la semana. Sala vacía y sensación de silencio. Quedan en el patio algunas personas que esperan para saludar a los miembros del elenco.
Ella arruga un boleto de colectivo en un pequeño desborde de ansiedad. Es una ansiedad simpática (casi inocente) que tiñe de frescura los engranajes de las relaciones que laten alimentadas con el aliento de lo espontáneo. Son muchas las ganas de verlo. Pero es domingo y se respira el preludio de una tragedia pasajera.
Ellos mantienen su relación sin nomenclaturas ni lugares comunes, pero se encuentran con un algo inesperado ante lo cual hay que actuar sin planificación: en un mismo escenario circular están presentes él, su familia y ella. Los separa un abismo infranqueable de siete pasos de distancia. La tradición dicta (erradamente, desde mi irrelevante opinión) que el acto de presentarse ante los padres de la persona que uno quiere es un paso importante, un momento protocolar o una especie de bisagra que define ciertas cosas. La tradición tiene fundamentos atemporales y a veces se convierte en una molestia para aquellos que intentan vivir desligados de los problemas de la adaptación. Por todo esto, ella lo espera sin acercase mientras lo mira conversar con sus familiares sin saber muy bien qué hacer. Y justo ahí, la tradición mete la cola y cambia en dos segundos el curso de una cadena de pensamientos.
Ella no sabe qué sentir ante esa momentánea indiferencia. Podría haber evitado los conflictos emocionales, pero elige inyectarse la dosis normal de drama y fabular con la posibilidad de que quizás él se avergüence de su presencia. Se siente invisible y quiere que esa sensación pase al plano de lo real. Se proyecta a sí misma corriendo escaleras abajo junto a una manada de incertidumbres que no entran en el taxi a casa. Desaparecer, le parece correcto.
No hace caso al impulso y se queda. Él despide a su familia y se acerca cómodamente hacia un rostro transformado por la sombra de una duda. Ahí, chocan intereses, suposiciones, visiones, versiones, pasiones y se entregan a un breve diálogo minado de bombas indescifrables. Ella siente que se ahoga, que se pierde y que lo pierde (es una de esas chicas extremistas e irracionales). Él no entiende lo que sucede y no puede pronunciar palabra (es uno de esos chicos que reflexionan las situaciones y esto no estaba en sus planes). No se están entendiendo, claramente. Y cuando las personas no se entienden, los resultados son confusos y las narraciones se tornan difíciles de transcribir. Es por eso que llego hasta este punto y no digo nada más sobre lo que pasó inmediatamente después ya que no sabría como contar los hechos sin faltar a una verdad que escapa a mi entendimiento.
Me gusta pensar que detrás de estas situaciones hay un prestidigitador omnipresente que enreda los hilos de las marionetas para el entretenimiento de un auditorio del cual todos, absolutamente todos, formamos parte. Supongo que los personajes de la historia que acabo de contar, se rebelaron, cortaron las cuerdas y se escaparon para solucionar sus discrepancias. Ahora, duermen juntos y felices sin las ataduras invisibles de ese espectáculo formidable que son las emociones humanas.

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