Estoy vacío. Me caigo y me levanto.
Soy la música que escucho y los pensamientos que se escapan. Busco algo,
constantemente. Busco con falsa motivación y de cara a no tener resultados. Me
percibo más inquieto que de costumbre. Busco textos, leo más, me confundo en
extremo. Miro la vida con ojos muertos. Fuera de foco hay cosas que se mueven y
viven y ríen y trabajan y sueñan. Hay tantas almas como conocidos. Hay personas
amigas. Hay personas amadas. Hay familia. Hay compañeros de trabajo. Si. Hay
todo eso en un lugar del que escapo sin miedo al desenlace. Me horroriza el
desapego que me invade y tiende a dejarme sin juventud. Pero más me sofocan los
latidos efervescentes de mis versiones felices. ¡Qué de anhelos y de empatías!
Me rodean los sueños de todos al punto que no me dejan espacio para respirar.
Habita en mi garganta un nudo de convicciones que se marchitan. Solo pienso
en dormir, en tomar una cerveza y recibir una dosis mínima de cariño que
salve el día. No pertenezco. No me comprometo. No quiero que me miren. Odio con
fervor a los inoperantes, a los que boquean idioteces, a los que exageran la
felicidad sin torcer nunca la sonrisa. A mi, la felicidad me cuesta
mucho. Le dejo una nota sobre la almohada y voy a esconder la cabeza debajo de
la mesa, apretando los puños contra el pecho para no sentir.
“Marie: Te amo. Eres
muy buena conmigo. Pero debo irme.
Y no
sé exactamente por qué. Estoy loco, supongo. Adiós.”
Charley